viernes, 2 de enero de 2009

El milagro de Phelps


Sábado 16 de agosto. 10.10 horas de la mañana. Michael Phelps se enfrenta en Pekín a su penúltimo desafío en la conquista de ocho medallas de oro. Es la final de 100 metros mariposa, la prueba que más problemas le ha dado en los últimos cinco años. Su compatriota Ian Crocker tiene el récord del mundo y le ha vencido en dos de los tres últimos Campeonatos del Mundo. Cada victoria de Phelps ante Crocker (Juegos Olímpicos de Atenas o Mundiales de Melbourne 2007) se ha producido por márgenes angustiosos, con cazas desesperadas en los últimos metros. Todos sus rivales están frescos. Ninguno de ellos ha participado en otras pruebas individuales. Han esperado a Phelps durante una semana. El campeón estadounidense se ha exprimido cada día. Ha conseguido seis medallas de oro. Ha nadado en pruebas explosivas y largo aliento. Su nivel de reserva física y mental muestra alguna señal preocupante. En la final de 200 metros mariposa venció con dificultades al húngaro Cseh. Luego se supo que sus gafas se habían llenado de agua al lanzarse a la piscina, pero algo dice que Phelps es vulnerable. Entra en la final con el segundo mejor tiempo: el serbio Milorad Cavic ha sorprendido a todos los especialistas con unas marcas excepcionales. Ocupa la calle cuatro. Phelps, en la cinco. Ian Crocker en la seis. El australiano Lauterstein, en la tres. Es la primera prueba de la jornada. Cavic sabe que está ante la oportunidad de su vida. Tiene la mejor marca, está descansado, atraviesa un momento mágico, se mide con el mejor nadador del mundo y tiene la posibilidad de derrotarle. Es el deporte en su máxima expresión.

Su fulgurante salida le permite cobrar una ventaja visible sobre los demás. Crocker, conocido por su explosiva puesta en acción, cede ante Cavic. Phelps no reacciona. Incrédulos, los espectadores observan que la ventaja del nadador serbio aumenta hasta límites impensables. Cavic toca la pared: 23,46 segundos. La gente dirige la mirada a Phelps. Es penúltimo a mitad de carrera: 24,05. Ha concedido más de medio segundo. Su situación es crítica. No sólo le aventaja Cavic. Tiene que superar a seis rivales, seis excepcionales nadadores, para lograr el séptimo oro e igualar a Mark Spitz. Sólo dispone de 50 metros. La respuesta es feroz. Su giro es perfecto. Reaparece en una situación menos dramática. Tiene a Crocker y Lauterstein a su alcance, pero Cavic mantiene la ventaja. La posibilidad de alcanzarle se vuelve cada vez más remota. En el futurista Cubo de Agua, los espectadores se levantan de sus asientos. Por una vez se escucha el griterío de los grandes momentos. Durante una semana, las hazañas de Phelps apenas han alterado la fría rutina de cada jornada. Esta vez nadie es indiferente a la emoción: está a punto de esfumarse el sueño de Phelps. Sus vigorosas brazadas no logran recortar suficientemente la ventaja de su rival.

A dos metros de la pared, Cavic se mantiene primero con claridad. El serbio se lanza hacia la pared. Lo hace bajo el agua. Phelps parece perdido. No hay manera de descontar la distancia. Pero es Michael Phelps. En los grandes momentos, en Atenas y en Melbourne, ha vencido a Crocker en el último metro. No hay nadie mejor en la hora decisiva, aunque nunca ha atravesado por una situación tan crítica. Tiene que inventar algo. Y lo hace. Si repite el gesto de Cavic, perderá. Hay una posibilidad: media brazada. A por ella. Phelps se levanta del agua, extiende sus brazos como un pájaro gigantesco y los hunde instantáneamente con una fuerza nuclear. En la piscina todos creen que ha ganado Cavic. Decenas de millones de telespectadores piensan lo mismo. Ha dominado la prueba de principio a fin. La reacción de Phelps ha sido épica, pero insuficiente. Los dos nadadores se giran y miran al marcador de resultados. No hay que esperar. La clasificación aparece al instante: ¡Gana Phelps¡. Su rugido se escucha en todo el recinto. Los espectadores gritan, se abrazan, saltan, se miran con ojos desorbitados. Cavic observa el pandemonio con aire incrédulo. Está convencido de su victoria diga lo que diga el panel de resultados. Se repite la llegada en la pantalla. Una y otra vez, desde todos los ángulos. En todas las imágenes parece que el vencedor es Cavic. La delegación serbia se dirige a los jueces. Quieren ver imágenes más precisas. Se escuchan comentarios suspicaces. Los serbios deliberan con los jueces, revisan una y otra vez la foto finish. Minutos después salen de la pequeña oficina. Admiten la derrota de Cavic.

El resultado oficial otorga la victoria a Phelps por una centésima de ventaja (50,58 segundos frente a 50,59 de su rival). Michael Phelps iguala a Mark Spitz y conquista la séptima medalla de oro. Es la única prueba en la que no ha batido el récord mundial. Permanece la marca de Crocker: 50,50 segundos. Los periodistas acuden rápidamente a los directivos de la Federación Internacional de Natación (FINA). Quieren la prueba de la victoria, la foto finish. La FINA se niega. Sus portavoces alegan que su reglamento impide divulgar esa imagen. En el aire se mantiene una sospecha innecesaria. La gente necesita creer en lo que no ha visto. El incesante envío de fotografías no evita la polémica. Ninguna demuestra victoria de Phelps. Sólo una, la imagen subacuática obtenida por la revista Sports Illustrated, apunta a la victoria del campeón estadounidense, pero no es concluyente. La presión se mantiene. 48 horas después, la firma Omega, responsable del cronometraje en los Juegos, cuelga en su página web la foto finish. Y ahí se observa el manotazo del americano contra el muro frente a la tibia llegada de Cavic, cuyos dedos apenas llegan a la pared. No la ha tocado con la fuerza que se requiere para computar la marca. Ha sucumbido ante la arrolladora potencia y el instinto ganador del hombre que obró el milagro: Michael Phelps.

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