sábado, 15 de agosto de 2009

Jamaica, la fórmula de la velocidad



CARLOS ARRIBAS El País.com

Los velocistas jamaicanos deslumbraron al mundo en el Nido del Pájaro de Pekín durante los últimos Juegos Olímpicos. Usain Bolt, que en la final batió los récords del mundo de 100 y 200 metros, fue la gran estrella. Los aficionados vuelven a contener la respiración estos días en el Mundial de Berlín, esperando nuevas maravillas de los atletas jamaicanos. ‘El País Semanal’ ha visitado la isla en busca de su secreto.
El límite entre la Jamaica urbana y la Jamaica rural, entre Kingston y el campo, no lo marcan ni la violencia ni la pobreza ni la promiscuidad, abundantes en todos los territorios; sólo el urbanismo, los guetos de la capital, las calles oscuras animadas por el constante ruido de la música, perfumadas de maría, los caminos de cabra polvorientos, estrechos, que enlazan unas casas con otras en los campos de caña, en los cafetales de las Blue Mountains. Como la violencia, la pobreza, la música, el deseo sexual exacerbado, otro elemento del paisaje vital es común a toda la isla, la velocidad, la necesidad de correr más deprisa que nadie, que el vecino, que el hermano, que el compañero de colegio, que los mejores atletas del mundo. Descalzos, en zapatillas, en zapatones, en sandalias de tiras, en chancletas, todos los niños jamaicanos corren que se las pelan. No paran. Son los mejores del mundo.
Del gueto de Kingston salió Melaine Walker, campeona olímpica de 400 metros vallas en Pekín. Del gueto de Kingston habla Fernando Guereta, un madrileño que se fue a Jamaica por su afición a la música y la cultura rasta de Bob Marley. Poco a poco fue echando raíces y produciendo música. En el año 1998 hizo una campaña de publicidad para Adidas en el Mundial de fútbol de Francia, con el debut de Jamaica en una fase final, lo que supuso un acontecimiento en la isla. “La publicidad salió excelente y Adidas me propuso darme un dinero para promocionar el deporte en la provincia donde yo vivo, Portland, y lo dediqué a apoyar el equipo escolar de atletismo de la provincia, formado por niños de seis a 15 años básicamente. Y en siete años pasamos de la última posición en la categoría de menos de 14 años a ser campeones”, dice Guereta, habitual anfitrión de todos los españoles que quieren conocer el atletismo jamaicano. “Un día fui al gueto donde vive Melaine Walker, que decretó una tregua de 24 horas para celebrar su triunfo olímpico. Allí, algunos vecinos me comentaron que la razón de correr tan deprisa es que desde niña había tenido que correr más rápida que las balas para no morir”.
De las aldeas, del campo en el que aún se perciben trazas de la organización esclavista de los cañaverales, habla Veronica Campbell-Brown. Habla desde su casa, del lugar en el que pasó su infancia.
A la puerta de la pequeña casa discuten Cecil y Pamela. En el patio trasero corretea Liz Anne, las mínimas sandalias que protegen sus pequeños pies se enredan entre los hierbajos de alrededor de la tumba, a la sombra de la palmera, donde la escuálida cabra que trisca le disputa el territorio.
“Tuyos son tres”, le dice Pamela a Cecil. “No, dos”, responde su marido, y cuenta con los dedos, “Winston y Veronica”. “¿Y Errold, qué? Te olvidas de Errold”. Cecil hace un gesto de victoria y da por zanjada la discusión. Se siente vencedor indiscutible pese a que con toda seguridad no sabe cuántos hijos ha engendrado: ¿nueve?, ¿diez?, ni los conoce a todos, de la misma manera que desconoce quién yace bajo la lápida que ocupa el lugar central del jardín trasero de su casa, pequeño solar de hierbas descuidadas, dos postes para sujetar la cuerda donde se tiende la ropa, algún arbusto, una caseta de hierro corrugado sobre una base de piedra que hace de retrete con desagüe directo al pozo negro.
“Cuando compré la casa, la tumba ya estaba ahí”, dice. “Nunca me ha interesado saber quién está enterrado”.
Una cosa sí que sabe Cecil Campbell, alto, ojos dormilones, 53 años; sabe que tiene una hija de 27 años que se llama Veronica y que, como le recuerdan incesantemente los recortes de periódico pegados en las paredes del cuarto de estar y las fotos que en bucle perpetuo se repiten en la vieja pantalla de un ordenador en el rincón de la habitación que, a modo de marco electrónico, exhibe imagen tras imagen, es doble campeona olímpica. Su hija Veronica, una bomba compacta, 163 centímetros apenas, poco más de 50 kilos de músculos apretados, sonrisa tímida, ojos asesinos, velocidad del rayo. Veronica Campbell-Brown, de 27 años, ganó los 200 metros en los Juegos de Atenas y repitió en los de Pekín, donde contribuyó a la gran barrida de la velocidad jamaicana. La fuerza de la Jamaica de Usain Bolt, el atleta que ganó tres medallas de oro y batió tres récords del mundo, los más prestigiosos, en el Nido del Pájaro, el fantástico estadio futurista de Pekín, de la Jamaica que arrasó también en la velocidad femenina, de la Jamaica, una isla de la extensión de Murcia y la población de Valencia, que humilló de tal manera al imperio americano, el atletismo más poderoso del mundo. Picado en su amor propio, Estados Unidos no tardó en desafiarlos en encuentro singular, cara a cara, en las pistas de atletismo para lavar la afrenta. Esa fuerza nace en lugares como Clarks Town, en casas con el retrete en el patio, con una cabra, una tumba y una recua de mocosos que no saben quién es su padre o su madre, pero qué les importa. “Cuando tenía seis años, Veronica corría más que nadie. Sabía que sería grande”, dice Cecil solemnemente bajo un diploma que brilla colgado en una pared del cuarto, el diploma de los Soldados de Cristo. “Después se fue enseguida a vivir con su abuela a su casa de Trelawny. Era una chica muy tranquila. Y yo estoy muy contento de que corriera”.
“Yo empecé a correr a los seis años. Heredé los genes de mi padre, que fue atleta hasta que se lesionó”, dice Veronica, para quien la velocidad fue siempre su mejor arma en la lucha por la supervivencia que fue su infancia. “Tenía que correr rápido para ir a hacer la compra y no hacer esperar a mis hermanos, y también tenía que ser la más rápida para hacerme un hueco en la mesa. Me pasaba el día compitiendo con mis hermanos, y ganándolos”. “Estaba predestinada. No podía ser otra cosa que atleta”, tercia su hermano Errold. “El primer profesor de la escuela nos dijo que era un monstruo compitiendo”.
“Nuestra fuerza nace allí en los pueblos, sí, pero se canaliza en nuestras escuelas”, precisa Howard Aris, presidente de la Federación Jamaicana de Atletismo. “Una de las veces en que Sebastian Coe, el gran atleta inglés que preside ahora la organización de los Juegos de Londres, vino a Jamaica nos preguntó que cómo era posible que ganáramos más medallas olímpicas que el atletismo británico, y yo le respondí: ‘Muy fácil, hacemos lo que los británicos nos enseñaron a hacer cuando Londres era nuestra metrópoli. Es vuestro sistema escolar, el que instaurasteis en 1911, la cuna de nuestro atletismo”.
“Ésta es la auténtica cantera de la velocidad”, añade Guereta. “El deporte escolar se reduce en Jamaica a echar carreras en los patios a falta de medios para practicar otros deportes”.
En Warsop, en el condado de Cockpit, a 20 minutos en coche de Clarks Town por una carretera empinada y estrecha como un puerto de primera del Tour de Francia, a través de pueblos de montaña, calles polvorientas repletas de niñas y niños vestidos con relucientes y coloridos uniformes escolares, se levanta un barracón en medio de un patio de hierba plagado de calvas. Es Troy, la escuela en la que aprendió de pequeña Veronica Campbell-Brown. En el prado no se ve ni un balón de fútbol ni una canasta de baloncesto. Sólo niños corriendo sin parar en todas direcciones. Sus héroes no se llaman Ronaldinho o Romario, sino Usain Bolt, Asafa Powell o Veronica Campbell-Brown, que los visita ese día para hacer entrega oficial de un donativo para construir un aula de informática y coger la pala y hacer el primer hoyo de los cimientos del futuro pabellón. Los padres fundadores de su afición no son Di Stéfano, Kubala o Gento, sino Herb Mackenley y Arthur Wint, que en los Juegos de Londres de 1948 se convirtieron en los primeros medallistas olímpicos jamaicanos, o la espectacular Merlene Ottey, quien a los 50 años aún sigue corriendo como eslovena. Su estatua y la de Don Quarrie, el primer campeón olímpico de Jamaica, oro en los 200 metros en Montreal 76, flanquean la puerta principal del estadio Nacional de Kingston, el corazón de la velocidad mundial, el lugar en el que las joyas de la joya del Caribe se exhiben en el mes de marzo para disfrute de todos.
“Los colegios con tradición desde los años cuarenta, como Calabar, St. Yago, Kingston College y Jamaica College, en masculino, y Vere Technical y Woolmers, en femenino, reclutan desde edades tempranas con un sistema de becas a los niños de toda la isla con la intención de ganar el Boys & Girls Champs”, dice Guereta. “Siguiendo una tradición de muchas décadas, estos campeonatos se celebran en el estadio Nacional y duran tres días. Se corren muchísimas carreras de velocidad, incluso pruebas de relevos que combinan diferentes distancias. El estadio se queda pequeño y la isla vive pendiente de lo que sucede. Es un poco como la final a cuatro del baloncesto universitario de Estados Unidos, para hacerse una idea”.
“La federación organiza competiciones para detectar talentos en nuestros colegios, y los mejores entran desde ahí en nuestro sistema”, dice el presidente federativo Aris. “Contamos con más de 75 entrenadores, aparte de fisiólogos y preparadores físicos. Las universidades están preparando cada vez a más especialistas y así lograremos crear un sistema completo para evitar la fuga de talentos. Una de las razones del éxito actual es que los atletas se quedan a vivir en Jamaica, porque aquí pueden ganar lo suficiente para vivir. Ya no necesitan emigrar a las universidades de Estados Unidos como antes. Allí se dispersaban y se echaban a perder”.
Decir Quarrie es decir velocidad en Jamaica. Igual que en España a quien marcha acelerado, a quien con el coche toma las curvas haciendo chirriar los neumáticos, se le llama Fittipaldi, en la isla caribeña se llama Quarrie a quien hace todo deprisa, a toda velocidad. Quarrie, de 58 años, sigue trabajando con la federación jamaicana. “Hay mucha más tensión en la salida de una carrera escolar que en una final de unos Juegos Olímpicos”, dice Quarrie, quien tuvo que emigrar para triunfar a la Universidad del Sur de California y hacer prueba de una capacidad de persistencia tremenda. “Era demasiado bajo para los sprints, pero seguí, seguí… Ahora, 40 años después, todos los países del mundo quieren ganarnos y eso es una motivación extra. Y tenemos muy, muy buenos velocistas que compiten entre ellos todo el año. La competencia les mantiene vivos, despiertos”.
A Veronica Campbell, lo que la mantenía despierta a la hora de ir al colegio era el miedo a los latigazos del director. “¿Qué te daba cuando te portabas bien?”, le pregunta a la chica más rápida de la historia de la escuela el director, Clayton Collins, que ha hecho retirar los tabiques móviles que separan las aulas y ha congregado a los 300 alumnos en un solo salón para recibir a Campbell. “Me dabas dulces”, recuerda la atleta. “¿Y si llegabas tarde?”, continúa el director. “Una paliza”, responde, evocadora, nostálgica, la doble campeona olímpica. En Jamaica, los ingleses y el sistema esclavista dejaron una tradición que aún pervive: el castigo corporal no sólo se permite, sino que se promociona, y todos los niños y jóvenes saben que están sometidos al cinturón de su padre y de su maestro. “La corrección corporal está bien vista”, resume el director Collins, quien después muestra la primera pista en la que corría Veronica, una franja de hierba de unos cuatro metros de ancho y unos 100 de largo en la parte de atrás de la escuela. “Éste es el primer escenario de sus victorias”.
“Desde Pekín se ha doblado el número de niños y niñas que quieren ser atletas”, observa, orgulloso, Aris. “Organizamos el primer mitin en enero y seguimos todos los fines de semana hasta junio. Somos un país tropical, no tenemos invierno y sobre la hierba se corre como en ninguna parte”.
Sobre la hierba de la pista reglamentaria del instituto Herbert Morrison, cerca de Montego Bay, la costa norte de una isla atravesada por una carretera peligrosa, puentes sin barandillas, áreas de servicio con la forma de 30 quioscos rojos donde se vende cerveza Red Stripe, la bebida nacional refrescante, y se come pollo asado en artesanales hornos construidos con bidones de combustible, se ha formado Dexter Lee, la nueva maravilla, el atleta que ha logrado algo que ni Bolt ni ningún otro jamaicano pudo conseguir, proclamarse campeón mundial juvenil de los 100 metros. A los 17 años ya se ha hecho profesional. Se irá del instituto sin terminar el bachillerato, se instalará en Florida, al otro lado de la costa, junto a Veronica Campbell, con quien comparte manager, el estadounidense Claude Bryan. El último producto de la isla. La última perla de su fábrica de velocidad. El último llegado en la pelea para transformar Jamaica de meca de los rastas del mundo que acuden a venerar el recuerdo de Bob Marley en imán del atletismo.
“Por supuesto que el tipo de musculatura de los negros que viven en el Caribe y el tipo de alimentación que tienen ayudan a moldear a las estrellas”, dice Guereta. “Pero esto podría aplicarse a otros países bastante más grandes y, sin embargo, los resultados no son ni de cerca parecidos”. En ningún país, no obstante, hay tanta presión social, tanta necesidad, tanta posibilidad de salir de la nada esprintando. “La globalización hace que la gente de todo el mundo vea más que nunca a los atletas de Jamaica”, recuerda Aris. “Cada país tiene un talento intrínseco en algunas áreas. El nuestro es éste”.
La presión social la relata Guereta. “A Bolt le vi por primera vez con 14 años en el Boys and Girls Champs. En 2002, Kingston acogió el Mundial junior y Bolt ganó el oro en 200 con 15 años. Le prepararon para correr los Juegos de Atenas dos años más tarde. Llegó a la final, pero no logró ni medalla”, cuenta el técnico madrileño. “Vi la carrera mientras estaba en la oficina de pagar impuestos y había una tele para que todo el mundo la siguiera. Cuando acabó, todo el mundo se puso a despotricar de Bolt, que aquí la gente es muy aficionada a dar en público y en voz en alta su parecer de cualquier cosa. Yo me enzarcé defendiendo que a un chaval de 17 años no se le podía pedir más y me miraban como si estuviese loco. Para ellos, que Lightning Bolt no hubiese ganado el oro fue una decepción tremenda”. Pero el mal rollo con el joven zanquilargo y destartalado que se daba con los talones en los muslos no duró mucho. “Aquello coincidió con el despegue tardío de Asafa Powell, que batió el récord del mundo de los 100 metros no mucho más tarde”.
“Bridget Foster fue la primera atleta de alto nivel que apostó por entrenar en el Club MVP [en Kingston, Jamaica], con Stephen Francis, el entrenador de Powell”, dice Guereta. “Éste creo que fue un momento clave, los corredores ya no tenían que ir a entrenar a un país que les disgustaba. El resultado es impresionante: en Pekín, el MVP se llevó oro y plata en 100 metros femeninos y bronce en 200 mujeres, tres relevistas del 4×100 masculino, 400 vallas femenino, tres del 4×100 plata en 400 y plata en longitud (por Gran Bretaña). Pese a su nombre, MVP [Máxima Velocidad y Poder], se entrenan en unas instalaciones que no darían ni para un barrio de una gran ciudad española en una pista de hierba. Ahora existe además el club Runerz, donde milita Bolt y que está reclutando extranjeros…”. Quizá ahí esté la fórmula de la velocidad.

No hay comentarios: