sábado, 11 de diciembre de 2010

Marta Domínguez, el dopaje y varias toneladas de hipocresía


Juan Carlos Escudier
El Confidencial.com

Con esto del dopaje, solemos hacernos de nuevas y aparentar un gran escándalo cuando la realidad es que su historia es tan antigua como la de los deportistas de alto nivel, si por tales puede asimilares a aquellos atletas de la Grecia clásica que, para participar en los diferentes Juegos, además de ingerir múltiples brebajes para correr más o saltar una distancia mayor, se extirpaban el bazo por creerlo inútil para su organismo. Ello no quiere decir que lo de alucinar en colores fuera algo exclusivo del deporte. Los berserker, unos guerreros vikingos que si no te mataban de un hachazo lo hacían del susto que te daban, consumían amanita muscaria, esas setas rojas con pintas blancas donde viven los pitufos, para inmunizarse al dolor y flipaban añadiendo al pan o la cerveza el cornezuelo del centeno, el LSD de la antigüedad. Lo que es evidente es que allí donde ha existido profesionalización a lo largo de la historia, ya fuera para lanzar jabalinas o matar enemigos, ha estado presente la química.
En España la conmoción ha sido grande tras la redada practicada el jueves por la Guardia Civil dentro de la llamada Operación Galgo, en la que fueron detenidos la atleta Marta Domínguez, auténtico ícono del atletismo español, su entrenador César Pérez y su manager José Alonso Valero, junto a un grupo de personas entre los que figuraban otros deportistas, entrenadores, farmacéuticos y suministradores de sustancias dopantes, además del ya clásico Eufemiano Fuentes, el doctor que ya fue detenido en 2006 en otra operación similar, la Puerto, por la que está pendiente de juicio. A Fuentes le apodan Astérix, sin duda por su relación con las diversas pociones mágicas.
Sería demasiado prolijo hacer aquí un inventario del dopaje, que empezó a tomarse en serio a raíz de la muertes en 1886 del ciclista galés Arthur Linton por sobredosis de trimethyl en la París-Burdeos y la del corredor de fondo Thomas Hicks, que ganó la maratón en 1904 bajo los efectos de la mezcla de brandy, estricnina y yema de huevo y al que se considera la primera víctima del dopaje en los Juegos Olímpicos de la Era Moderna.
En cambio, sí merece la pena resaltar que muchos de los grandes mitos del deporte se han visto envueltos en escándalos tras descubrirse que si llegaron a pasar por superhombres fue con la ayuda de sustancias algo más elaboradas que la glucosa. En ciclismo la lista sería interminable, aunque pueda destacarse al propio Eddy Merckx, obligado a abandonar el Giro de 1969 al serles detectados estimulantes. De Carl Lewis, que luego se convirtió en una especie de apóstol contra el dopaje, se dijo con alguna evidencia que su prominente mandíbula, al estilo del Pedro Bello de los Autos Locos, era el producto de su consumo de la hormona del crecimiento.
Famosos fueron los casos de Ben Johnson, quien reconoció que tomaba pastillas de todos los colores del arco iris, la de las nadadoras de la RDA Kornelia Ender, que reconoció haber podido tomar sustancias prohibidas aunque sin saberlo, y Kristin Otto, que ganaba medallas como churros y que en un control antidopaje supero en seis veces los niveles permitidos de testosterona. Nos enamoramos de Florence Griffith, y nos preguntamos con ingenuidad el porqué de su apresurada retirada del atletismo, poco antes de que se prohibieran las ya citadas hormonas del crecimiento. También lo hicimos de Marion Jones, pero se nos pasó el amor cuando se supo que consumía THG como rosquilllas y tuvo que devolver sus cinco medallas de Sídney.
Aquí no había crisis, las empresas no manipulaban sus balances como en Wall Street, nuestro sistema financiero estaba sanísimo y, por supuesto, no había dopaje, y la prueba era que hasta 2006 no fue tipificado como delito, y eso porque se optaba a la Juegos Olímpicos y era requisito sine qua non
Con el dopaje España ha sufrido su ya clásico síndrome de insularidad persistente. Esto es, la negación que aquí sucediera todo lo que pasaba en el resto del mundo, algo que se ha podido observar en otros campos como el de la economía. Aquí no había crisis, las empresas no manipulaban sus balances como en Wall Street, nuestro sistema financiero estaba sanísimo y, por supuesto, no había dopaje, y la prueba era que hasta 2006 no fue tipificado como delito, y eso porque se optaba a la Juegos Olímpicos y era requisito sine qua non. No es que hubiera pruebas, es que existían testimonios directos como el del ciclista José Manuel Fuentes, que afirmó en 1993 que todos los ciclistas se dopaban, pinchándose incluso ellos mismos, o el de Josep Pesarrodona, que ahondaba en este testimonio: “En las carreras sin control antidopaje las anfetaminas circulaban por todo el pelotón y yo mismo las tomé. Muchos llevaban la jeringuilla a cuestas. Daba pena ver a la gente inyectarse sin rubor, casi a la vista de los aficionados”, confesaba. Pese a ello, no ha dejado de causarnos sorpresa los positivos de nuestros ciclistas, marchadores o esquiadores nacionalizados.
En todo eso, claro, hay mucha hipocresía, ya que el horror que el espectador siente al descubrir que su ídolo le ha dado al clenbuterol y a los anabolizantes o que tiene el hematocrito por las nubes, es similar a la decepción que experimenta al verle fuera del pelotón de cabeza en Alpe D´Huez o llegar el último en los 1.500 metros. Nos encanta ver a los ciclistas subir cinco puertos de primera y bailarse después una jota, y los consideramos apestados cuando se revela que han dado positivo por EPO. ¿Alguien de verdad se cree que es posible que los récords deportivos caigan como hojas de otoño con la simple preparación física y la jalea real?
El ya mentado Eufemiano Fuentes se le podrá demonizar, pero hace cuatro años tras escándalo que supuso su detención y revelarse que su casa parecía un laboratorio lleno de esteroides, anabolizantes, corticoides, hormonas, además de 185 bolsas de sangre y 39 de plasma, expuso una serie de argumentos que pueden ser calificados de cualquier cosas menos de razonables. “No he cometido ningún delito contra la salud pública –declaraba al diario Le Monde- (…) En 29 años de ejercicio profesional ninguno de mis clientes ha tenido ningún problema de salud. Yo me dedico a la protección de la salud de los deportistas que se han dirigido a mí. Es el deporte de alto nivel lo que es peligroso para la salud (…) Lo que es peligroso para la salud de los deportistas son los calendarios sobrecargados y los recorridos criminales que diseñan los organizadores de las pruebas de alto nivel en beneficio del espectáculo (…) Si un deportista pone en riesgo su salud por la práctica de sus disciplina, yo reacciono primero como un médico. Si el medicamento utilizado para protegerle está en la lista de productos dopantes, eso es secundario”.
¿Ese el deporte de alto nivel perjudicial para la salud? Muy bueno no debe ser, y ya se sabe que Filípides murió de fatiga tras correr los 40 kilómetros que separaban Maratón de Atenas. Proponía Fuentes que fueran los médicos los que pudieran decidir qué productos podían suministrarse a un deportista, con independencia de que fueran o no dopantes. La verdad es que con este dopaje terapéutico se evitaría alguna que otra tragedia y, al tiempo, serviría para levantar ese velo de impostura que rodea la práctica del deporte profesional, que no se limita al ciclismo o al atletismo. El propio Fuentes contaba en su nutrida clientela con tenistas y clubes de fútbol españoles de primer nivel.
Lo de Marta Domínguez ha tenido efectos sísmicos en este deporte nuestro, que no es más sucio que el del resto del mundo, pero tampoco más limpio. Ha faltado tiempo para que a la palentina le aparten de la vicepresidencia de la Federación de Atletismo, por eso de que da igual cómo sea la mujer del César con tal de que parezca honrada. Las leyes están hechas para cumplirlas, aunque en muchas ocasiones traten de regular simples quimeras.

No hay comentarios: